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El plan de Dios para nuestra culpa


Romanos 8.1-8


1 Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.

Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.

Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne;

para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.

Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu.

Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz.

Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden;

y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.


Las Sagradas Escrituras enseñan que un aspecto de la obra del Espíritu Santo es convencernos de pecado (Jn 16.8). Su propósito es apartarnos de nuestra iniquidad y dirigirnos a Dios.


Un ejemplo es Pedro, quien sintió un gran remordimiento después de haber negado conocer a Cristo (Mt 26.75). Otro es Pablo, quien cayó al suelo cuando Cristo vino a confrontarlo por su comportamiento (Hch 9.4). Ambos hombres se arrepintieron y siguieron al Señor.

Hubo un tiempo en que todos estábamos espiritualmente muertos. La presencia del pecado corrompía nuestra naturaleza por completo, cegándonos a la verdad espiritual. Con nuestra voluntad centrada en nosotros y contra Dios, “éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios” (Ef 2.3 NVI). En otras palabras, estábamos bajo condenación y enfrentando la muerte eterna —el pago requerido por Dios por nuestras transgresiones. (Vea Ro 6.23). Así que estábamos desconectados del Señor y en camino a separarnos de Él por la eternidad.


Aunque éramos incapaces de cambiar nuestra situación, Dios tenía un plan que satisfaría su justicia y nos incluiría en su familia. Envió a su Hijo para que fuera nuestro sustituto —para llevar nuestro pecado y culpabilidad, y para que muriera en nuestro lugar. Cristo no solo pagó nuestra deuda de pecado, sino que su justicia también llega a ser nuestra en el momento que ponemos nuestra confianza en Él.


El Espíritu Santo nos convence de nuestra culpabilidad ante Dios y, por fortuna, no tenemos que estar separados de Él ahora o por la eternidad. ¿Ha recibido usted a Cristo como su Salvador personal? Si es así, reconozca entonces que su posición ante el Señor ha cambiado de culpable a justo.

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