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El Espíritu Santo: Dador de dones

1Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.
2 No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.
3 Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno.
4 Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función,
5 así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros.
6 De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe;
7 o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza;
8 el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría.
9 El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno.
10 Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros.
11 En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor;
12 gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración;
13 compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad.
¿No se siente preparado para servir al Señor? El sentimiento de incompetencia es una de las muchas excusas que usan las personas para evadir el ministerio y el servicio, la cual no es válida. Rehuir tal llamamiento puede afectar la voluntad de Dios, obstaculizar las bendiciones que se derivan de la obediencia, e impedir que recibamos recompensas eternas en el cielo.
Jesucristo conocía la tendencia humana de sentirnos incompetentes. Es por eso que les aseguró a sus seguidores que recibirían un Ayudador o Consolador, el Espíritu Santo, que vendría a morar en ellos para siempre (Jn 14.16). El Espíritu capacita, energiza y prepara a los creyentes para servir al Señor. Una de las formas en que nos ayuda es concediéndonos dones espirituales, que son capacidades dadas a los creyentes.
Nuestro Padre celestial tiene un ministerio en mente para cada uno de sus hijos. Por lo tanto, ha seleccionado el “equipo” espiritual necesario para ayudarnos a llevar a cabo su obra, que consiste en dones que fueron dispuestos por nuestro Creador antes de que naciéramos. Su voluntad es que aceptemos nuestro don y lo ejerzamos junto a los dones de otros creyentes para servirle de todo corazón como Cuerpo de Cristo. Incluso el trabajo más pequeño contribuye a la Gran Comisión y al fortalecimiento de la Iglesia.
El Señor tiene un plan para cada creyente. Para asegurarnos de que podamos cumplir con sus expectativas, primero crea talentos naturales en nosotros. En el momento que somos salvos, añade un don espiritual. Entonces el Padre celestial abre puertas de oportunidad, y el Espíritu Santo manifiesta su poder para que podamos llevar a cabo la obra puesta delante de nosotros.