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El Dios que consuela


2 Corintios 1.3-7


Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación,

el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios.

Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación.

Pero si somos atribulados, es para vuestra consolación y salvación; o si somos consolados, es para vuestra consolación y salvación, la cual se opera en el sufrir las mismas aflicciones que nosotros también padecemos.

Y nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que así como sois compañeros en las aflicciones, también lo sois en la consolación.


Busque la palabra “consuelo” en un diccionario y encontrará como definición “algo que genera un estado de bienestar o proporciona libertad contra el dolor y la ansiedad”. Pero, de acuerdo con la Palabra de Dios, cuando se necesita el consuelo, la única solución verdadera es el Espíritu Santo que mora en nosotros. En el griego, se le llama paraklētos, que significa “el que está al lado de uno; el que viene en ayuda de uno”. Los creyentes no tenemos que depender de remedios externos o de distracciones para serenar nuestra mente, porque la ayuda puede obtenerse del Consolador supremo.


Aun antes de que el Espíritu Santo fuera enviado para morar en los creyentes (Jn 14.26; Ef 3.16), la Palabra de Dios identificaba a Dios como el que consuela a su pueblo (Is 40.1; 49.13). El Señor proporciona tranquilidad y consuelo, porque nadie conoce nuestro dolor de la manera que Él lo hace.


Me gusta esta cita anónima: “Cuando entramos en el horno de la aflicción, su mano está en el termostato y su ojo en el reloj”. Dios permite las dificultades y, como resultado, nos convertimos en creyentes más fuertes, siervos más sabios y personas más humildes. Pero Él permanece a nuestro lado durante toda la experiencia, sosteniéndonos y limitando la intensidad y la duración de nuestra angustia. El susurro tranquilizador del Espíritu Santo da más consuelo que el apoyo de la familia o el aliento de los amigos.


Las personas que no entienden la verdadera fuente de consolación, tratan de escapar de su dolor. Buscan placeres, cosas materiales o drogas y alcohol para que les calmen. Pero solo Dios puede ofrecer un alivio duradero de la aplastante presión de la angustia. Él, incluso, trae alegría en los tiempos de aflicción.

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